Apoteosis triunfal (Conclusión)
Volvimos a la grada y comenzó el partido. Y pude observar algo que nunca hubiese imaginado: ¡Victor y Jagoba estaban nerviosos como dos colegiales! Dos adultos, curtidos en estas lides durante años, temblaban en la grada, con los ojos abiertos como platos y mordisqueándose la uñas. (Creo que alguno incluso se “santiguó”) Entonces empecé a comprender qué era eso a lo que llamaban: “La emoción del fútbol”.
Al cabo de poco rato marcó el Athletic y me quedé atónito al observar la reacción de mis compañeros. Saltaban, gritaban, reían, incluso golpeaban el revestimiento metálico de la pared que había a nuestra espalda, a modo de tambor. Consiguieron contagiarme a mí también y salté y grité con ellos. ¡Toda la grada saltaba, gritaba y celebraba!
Los ánimos fueron serenándose poco a poco, la grada respiraba más tranquila ya que el partido parecía encauzado y cuando menos lo esperábamos el Standard empató. La grada del “Inferno” rugió como un sólo hombre durante un buen rato y todo nuestro grupo volvió a las cavilaciones y el nerviosismo. Evidentemente aquello era “la emoción del fútbol”.
El partido adquirió un tempo más lento a partir de ese momento, y conforme avanzaban los minutos aumentaba la tensión. Mis compañeros discutían sobre jugadas dudosas o cuestionaban la posición de un jugador en el campo, y la monotonía estaba a punto de instalarse. Pero entonces el Athletic metió otro gol y volvimos a adelantarnos en el marcador. Se repitieron las celebraciones, los saltos, los gritos e incluso los abrazos, y la tensión se relajó.
Llegó el descanso, fuimos al bar, cerveza sin alcohol, tipos curiosos, camisetas rojiblancas, leones y una visita al vater tras hacer cola y vadear una espumosa laguna.
Comenzó el segundo tiempo, el Standard jugaba ahora bajo nuestro fondo y su portero se me antojaba bajito, ahora que lo observaba de cerca. El Athletic llegaba con facilidad a su área y a los pocos minutos volvió a marcar. ¡Uno a tres! ¡En la UEFA y uno a tres! Nuevos abrazos, nuevos aplausos, celebración clamorosa en la grada... y a partir de ese momento comenzó el rosario de goles. Uno a cuatro... uno a cinco... ¡Uno a seis! El portero parecía ahora minúsculo... Recordé que había comentado con mis compañeros que la victoria estaba asegurada pues yo, como novato, les traería suerte, pero no quise interrumpir su éxtasis celebratorio y lo guardé para mí. Terminando el partido, en un último esfuerzo, el Athletic volvió a marcar. ¡Uno a siete! ¡Éxtasis total! ¡Apoteosis triunfal! ¡Lo nunca visto! Y curiosamente un donostiarra poco aficionado al fútbol –un tipo neutral- estaba allí para dar fe de todo aquello.
Terminó el partido, aplaudimos al Standard, aplaudimos a su afición, nos correspondieron con sus aplausos y lograron sorprenderme, pues quedó patente que lo que antes parecía un enfrentamiento cruento, era tan sólo un juego, y se podía aceptar la derrota con deportividad. Los jugadores, la directiva, el cuerpo técnico del Athletic, se acercaron a nuestro fondo para saludarnos desde el campo, y nosotros aplaudimos, cantamos y rugimos como leones.
Las brumas del éxtasis, las nubes del triunfo se fueron disipando y cansinamente abandonamos el campo, alegres, exultantes, pero agotados..
Viaje en el autobús, espera en el aeropuerto -animada con pasillo a los jugadores y firma de autógrafos- y ya en el avión, sorprendentemente, convite de Agua de Bilbao para celebrar la victoria. Yo estaba derrotado físicamente, pero el jolgorio continuó durante todo el viaje –y eso que eran las 2 de la madrugada- y me fue imposible pegar ojo. Bueno, en el fondo supongo que estaban en su derecho; hechos como aquellos sólo se contemplan una vez en la vida.
Ya en Loiu, al salir de la terminal, llegó el momento de despedirse de aquellos magníficos compañeros de viaje. Ellos tomarían un autobús que les dejaría en Bilbao, pero yo todavía tenía un largo camino hasta Donostia. Intercambiamos teléfonos, e-mails –con los que luego intercambiaríamos fotos de aquella experiencia- y nos despedimos afectuosamente, o al menos, todo lo afectuosamente que puede despedirse un varón vasco.
Llamé a un taxi, tardó, llegó, subí y, suavemente, comencé a alejarme de uno de los episodios más sorprendentes de mi vida.
El taxista comentaba cosas del Athletic -al haberme recogido en el aeropuerto estaba al tanto del asunto- y yo desviaba la conversación hacia banalidades. En algún momento estuve tentado de contarle algún episodio de aquel periplo, pero al final desistí. Mi epopeya me parecía demasiado increíble para contársela a un desconocido a las tres de la mañana.
2 comentarios:
Dado que este sábado va a aparecer vd. por el Botxo, igual le compramos una entradita para ir a San Mamés, a ver si se repite el resultado ;-)
Ya me extraña que se repita... en este siglo ;-)
Un saludo.
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