Como novato que era llegué bien pronto. Me impresionó el tamaño del hall de la terminal, seguramente porque estaba casi vacío. Localicé el mostrador de mi compañía, una chica de la agencia me atendió, me comentó que aún faltaban unos minutos para la formalización de billetes, y mientras estábamos en esto llegaron un par de chicos que también iban a lo del Athletic y cruzamos algunas palabras. Me parecieron bastante discretos en sus modos y atuendos; no era eso lo que esperaba de los seguidores del Athletic. Luego pude comprobar que, efectivamente, eran más la excepción que la norma, cuando aquello empezó a llenarse de gente con camisetas rojiblancas, gorros rojiblancos, jerséis rojiblancos, amplias sonrisas y carcajadas rojiblancas, modos bilbaínos y por supuesto, bufandas del Athletic. Reinaba un curioso jolgorio, una suerte de caos organizado, pues, aunque se formó una tumultuosa cola, pululaban entre ella tipos repartiendo periódicos, folletos sobre Lieja o transmitiendo informaciones sobre la formalización de los billetes.
Terminados mis trámites me dirigí hacia la cafetería. Pedí algo que tomar y mientras esperaba, localicé en una mesa a los dos chicos, discretos seguidores del Athletic. Cuando me sirvieron el café, en ese trascendental momento en que uno se halla sólo frente a la taza, comprendí que esa podría ser mi condición durante todo el viaje, y decidí acercarme a la mesa de los discretos. Cambié unas palabras con ellos me invitaron a sentarme y nos presentamos informalmente.
La suerte sonríe a los audaces, y ese fue mi caso, ya que no podría haber elegido mejor a mis dos compañeros. Uno era Víctor, socio del Athletic desde niño, fundador incluso de una peña, y avezado viajero de avión –condición que me tranquilizó dada mi nula experiencia en esas lides- y el otro era Jagoba Arostegi, periodista de deportes de Radio Euskadi, cuya voz ya conocía por la radio.
Naturalmente les conté la carambola que hacía que un donostiarra poco aficionado al fútbol se encontrase en aquella situación y no sé quién alucinaba más, si Victor, que ya había visto mucho en su dilatada experiencia de socio, o Jagoba, que conocía el concurso por su trabajo en la emisora. Sea como fuera, me aceptaron como compañero de viaje, así que no pude comenzar mejor mi periplo.
Recuerdo que la entrada en el avión me pareció de lo más aséptica. Se desarrollaba por un corredor grisáceo, una suerte de limbo tubular, cuya monotonía sólo era rota por las voces y franjas rojas de los aficionados. No había una transición clara entre el pasillo de acceso y la puerta del aparato, y la única referencia de que te hallabas a punto de embarcar la proporcionaba la azafata que te recibía amablemente. Resolví que así se evitarían los temores y renuncios, ya que, antes de que te dieses cuenta, te encontrabas dentro del avión. Supongo que este pensamiento asaltó mi cabeza porque me encontraba a punto de volar por primera vez y no me hallaba muy seguro de cómo reaccionaría.
En el interior tuve que separarme de mis compañeros, pues no teníamos asientos contiguos y a mí me tocó pasillo, al lado de un tipo gordito que aunque era del Athletic -aquel avión era un vuelo charter, fletado para la ocasión- viajaba, como yo, de incógnito. Había varias pantallas de televisión que colgaban de techo y, en cuanto nos sentamos, comenzaron a emitir un programa sobre el proyecto Athletic Bihotzez, que a mí me resultó muy útil, pues me fui empapando de rojiblanquismo. Salían Julio Ibarra y hasta el propio Kepa Junkera, que me concedió el premio, así que se lo agradecí mentalmente. Antes del despegue cambiaron la emisión por un video sobre el protocolo de emergencia, mientras una azafata lo explicaba gestualmente y yo fingía no hacer mucho caso, igual que los demás, por ese pudor tonto a que te descubran como novato. Incluso me abroché el cinturón un poco más tarde de que lo indicaran, como no dándole importancia.
Dicen que el despegue y el aterrizaje son las maniobras que más miedo suelen provocar, pero a mí me resultó agradable sentir por primera vez la aceleración y todo aquel empuje cuando el aparato alzó el vuelo. Un coro de voces varoniles rubricó el despegue con un: “¡ Iiiiiiiuup!” como queriendo impulsar al avión, continuaron con la emisión del video del Athletic, y el optimismo se adueñó de los viajeros que comenzaron a charlar animadamente.
Bueno... definitivamente volábamos hacia Lieja. Para ellos era un viaje más siguiendo a su Athletic; para mí una experiencia nueva en todos los sentidos. Mientras ascendíamos, sólo se atisbaba un mar de nubes infinito pero, al ganar altura, el sol se coló por las ventanillas bañándonos con su fulgor. Alguien comentó socarronamente: -¿Habéis visto? He encargado sol.- ¡Claro que sí! ¿No éramos, acaso, casi todos de Bilbao?
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