martes, 22 de enero de 2008

Tijeras

Y ahora, para deleitar a ese acérrimo que aún me lee, voy a colgar el segundo relato que escribí, para que comprobéis con qué liviandad se conseguían 30.000 pelas y la publicación de un libro (con I.S.B.N., chavales) en un concurso local de 1999, seguramente debido a las escasez de concursantes.


Tijeras


El otro día me bajé del autobús en la parada de la infancia; la de siempre. La que dio nombre, cuando yo era niño, a las paradas de autobuses. Descendí en ella porque volvía al barrio. El barrio donde crecí.
Lo hago bastante a menudo, tres o cuatro veces al mes, para ver a mis padres pero siempre me roza una sensación agridulce, un vapor de nostalgia, como de pies ligeros que conocen el camino. Así ando un rato, posando la vista en los mismos lugares de hace veinticinco años, esos que si nadie los toca se eternizan en su capa de musgo y sombra, hasta que algún estímulo me saca del ensimismamiento. Y aquella vez fue el peluquero del barrio.
Me crucé con él en la acera que baja hasta el puente, y comprobé que se fijaba en mi pelo incluso antes de saludarme. Me lo había cortado en otra peluquería hacía un par de días. Un calambrazo recorrió mi médula. Le devolví el saludo con cordialidad fingida y seguí caminando sin alterar el ritmo, pero ya era presa de la sensación de culpa: Había traicionado a mi peluquero.
Hacía ya seis años que no vivía con mis padres, mi casa estaba en un barrio bastante alejado, pero aprovechaba mis visitas para cortarme el pelo en la peluquería de siempre; la primera y la única. No obstante, últimamente me había planteado la idea de cambiar de peluquero, en parte por su constante escalada de precios y también porque tenía la sensación de que uno debe cortarse el pelo cerca de su casa. Y así, un día tropecé en plena calle con el panel publicitario de una peluquería de reciente apertura, donde anunciaban un corte que me iría al pelo, por setecientas pelas menos de lo que yo pagaba. Tenía el panel un receptáculo con tarjetas del establecimiento y me hice con una. Anduve rumiando la posibilidad unos días, no soy yo hombre que cambie una costumbre de veintitantos años así como así, pero al final cedí. Tomé el teléfono y solicité hora anticipadamente como recomendaba la tarjetita; la primera novedad. Me atendieron amablemente, no pudieron citarme cuando yo hubiera deseado pero conseguí una franja horaria más o menos cómoda.
Me presenté allí a mi hora. Nada más abrir la puerta me golpeó el olor del estilismo. El local, bastante amplio y decorado en estilo minimalista, bullía de actividad. Aquí y allá muchachas y un espigado varón, tiraban de cabellos, los cortaban, enrollaban coloreaban, humedecían e incluso peinaban. Se apreciaba una cierta jerarquía, ya que la mayoría de empleadas lucían batas blancas, y solo el muchacho y dos chicas más lucían sayas color azabache. Yo les supuse cinturones negros de la peluquería: Maestros en el arte de dominar los pelos rebeldes ante cuya sabiduría se postraban los pequeños saltamontes de la tijera. Una saya negra percibió mi presencia y se acercó a mí, envainando con gracia su arma en el bolsillo. Solicitó mis credenciales, yo se las di, y tras comprobar su autenticidad, confirmó mi audiencia con su serenísima. Me rogó tomase asiento pues habría de esperar por algún tiempo y volviendo sobre sus pasos se reintegró al combate, que los sibilinos enemigos crecían sin descanso.
Acompañaban mi espera en esa improvisada sala de los pasos perdidos dos mujeres que hojeaban folletines de modas y que alzaron la vista un instante mientras me sentaba. Una de ellas me saludó distraídamente para volver a sumergirse en la lectura. Desde donde me encontraba no había mucho que ver: el mostrador de recepción tras el que una estantería exhibía los coloridos productos cosméticos, y la porción de calle que se vislumbraba a través de los cristales de la puerta y el escaparate. Dirigí la vista hacia la pila de revistas y diarios que cubrían la mesita que me separaba de las mujeres y, sin rebuscar demasiado, me decidí por un periódico que no acostumbraba a leer. En una peluquería el titular resultaba especialmente morboso: NUEVA VíCTIMA DEL ASESINO DE LAS TIJERAS.
Seguí leyendo y no salía de mi asombro; por lo visto había un asesino en serie en nuestra propia ciudad. Cuatro personas, dos mujeres y dos hombres, habían sido asesinadas siguiendo un modus operandi similar: sorprendidas de noche cerca de su portal cuando regresaban a casa y apuñaladas en el pecho, justo sobre el corazón, al parecer con el mismo arma. Un especialista de la policía se fue de la lengua ante los periodistas y afirmó que por la forma de las heridas éstas bien pudieran haberse producido con unas tijeras y a partir de ese momento la prensa lo bautizó tal y como rezaba el titular.
Como la policía para no crear alarma social ya no soltaba prenda, la noticia se completaba con el artículo de un experto en la materia. Decía que en la mayoría de casos de “Serial killer”, el asesino resultaba ser un varón de raza blanca de entre treinta y cuarenta años de edad, con una inteligencia superior a la media, esto seguramente lo había visto en alguna película, y que esta descripción se ajustaba perfectamente al caso que nos ocupaba. Lo razonaba refiriéndose a detalles técnicos como la trayectoria, precisión y profundidad del apuñalamiento, necesariamente causados por la fuerza de un hombre, de estatura media-alta y además diestro. A mí se me antojó un poco machista el experto. Continuaba analizando el posible móvil del asesino, que en esto si era algo original, ya que había asesinado tanto a hombres como a mujeres. Postulaba que por la falta de ensañamiento en sus crímenes, una puñalada limpia, y la elección de víctimas de los dos sexos, el móvil podría ser la venganza sobre quien le hubiese ofendido humillado, y que por tanto se trataría de personas de su ámbito de relaciones. Añadía, no obstante, que una mente enferma como la de aquel tipo podría considerar una ofensa casi cualquier cosa y que, por tanto, el circulo de víctimas potenciales se ampliaría considerablemente. ¡Sí, hasta el infinito! O sea, el asesino podía ser cualquier varón de mediana edad de la ciudad y la víctima cualquier persona. En mi caso se cumplían las dos premisas. Yo tanto podía ser asesino como víctima. Quizás si me ofendiese a mí mismo podría acabar matándome.
Estaba en estas tonterías cuando mi turno llegó y una de las peluqueras me invitó a pasar. Le describí el tipo de servicio que requería, asintió sonriendo y me señaló un sillón. Yo tomé asiento relajado pero, cuando se acercó por mi espalda y escuché el sonido del metal al abrirse las tijeras, no pude reprimir un escalofrío. ¿Y si el experto se había equivocado?

Bueno, sobreviví al corte de pelo y además salí doblemente satisfecho por su resultado y su precio. Incluso hubiera olvidado la noticia del periódico sensacionalista, si no fuera por el encuentro casual con mi peluquero. Llegué a casa de mis padres, comí con ellos, charlamos distendidamente en la sobremesa y la sensación de culpa y el recuerdo amargo de los crímenes de la tijera fueron disipándose hasta borrarse de mi mente. Como tenía la tarde libre decidí acercarme paseando hasta el centro para hacer algunas compras, así que me despedí afectuosamende mis padres y salí del portal relajado y feliz. Hacía una tarde estupenda, el camino era florido y soleado, y una vez en la ciudad podría curiosear en las librerías y las tiendas de bricolaje. Todo me sonreía.
Demasiado tarde comprobé que mi rumbo cruzaba un importante escollo al poco de iniciarse. En efecto, caminaba por la acera que pasa ante la peluquería del barrio, me encontraba sólo a cincuenta metros de ella, y el peluquero, apoyado en la pared a la sombra del toldo, ya me había visto. Ahora ya podía volverme; tenía que pasar y enfrentarme al mal trago. Seguí avanzando, fingiendo tranquilidad, y cuando me crucé con él le saludé sonriendo. Él me respondió con un “hasta luego” algo contracto, prolongando la o final, mientras levantaba la mano portando las agudas tijeras de su oficio. Ese gesto me llenó de inquietud y devolvió a mi cabeza las imágenes de los crímenes que el periódico relataba. Mi peluquero era varón blanco, de mediana edad, la mano que había levantado era la diestra y manejaba la tijera con gran habilidad. ¡Oh Dios! Sí fuera el asesino, ese ser demente que interpretaba cualquier desaire como una terrible ofensa, yo lo había traicionado y por lo tanto ofendido. ¡Cielos! ¡Yo podía ser la próxima víctima! Volví la vista un instante, sin dejar de caminar, y allí estaba él, observándome con una media sonrisa en su cara. ¡No! No puede ser él. Siempre había sido un hombre muy amable. Algo tosco, eso sí, como corresponde a un hombre de campo... Él vino del sur y aún se le nota... ¡Oh Dios! ¡Eso es! Odia a los urbanitas como yo. Él es de pueblo, se ha trastornado con la vida en la ciudad y si algún ciudadano le ofende, lo asesina... Eso debe ser. O puede que las emanaciones de las lacas y las lociones hayan alterado su mente. Yo me pongo enfermo cada vez que alguien se echa laca cerca de mí. No me extrañaría que fuera eso. No, espera. Si fuera así muchos más peluqueros serían psicópatas. Igual esa es la explicación para lo de la pluma... Quizás él sea el primer mutante, el primer afectado por un nuevo tipo loción. ¡Y me ha tocado a mí! ¡Precisamente a mí! Bueno, primero ha matado a otros cuatro. Yo aún estoy vivo. Los mata de noche, delante de su portal, cuando vuelven a sus casas. Ahora, en primavera, anochece cada vez más tarde, tiene menos horas para matar... quizás llegando pronto a casa. ¡Pero qué digo! ¡Él no conoce mi dirección! No claro, la nueva no... aunque alguna vez, charlando, le dije en qué barrio vivía. Podría ir allí por las noches y espiar mi llegada. En todo caso conoce la dirección de mis padres. ¡Podría intentar vengarse con ellos! ¡Asesino! ¡Son dos personas mayores...!
Una voz conocida me arrancó de estas cavilaciones. —¡Hola!
—¡Ah, hola! —era Marta, una compañera de colegio, de la infancia en el barrio. —¿Qué tal? Ibas como distraído —Sí... pensando en mis cosas —dije yo pugnando por incorporarme a la realidad.
—¿Y qué haces por el barrio? —preguntó ella alegremente. Realmente era una chica muy alegre y agradable. —Bueno, vengo a menudo a visitar a mis padres... Y tú qué tal. ¿Sigues viviendo aquí? —Ella sonrió. —Sí, pero ya no vivo con mis padres. He comprado un piso muy majo cerca del puente. Por ahora vivo sola —algo se iluminó en mi cerebro. Tras una torpe pausa añadí.
—Oye, hacia donde vas.., tengo la tarde medio libre. Si quieres te acompaño un rato... —¡Vale! Voy al centro. Tengo un curso de Page Mil, de páginas web. Me lo paga la empresa -dijo ella sonriendo. ¡Pero qué maja y qué alegre es esta chica! —¡Ah, perfecto! Yo también voy al centro. Voy a mirar algún libro... Oye, ¿vas andando, no? —pregunté. —Sí, claro. Tengo algo de tiempo
—afirmó resuelta. —¡Qué bien! Así charlamos y...
Y los fatuos pensamientos se esfumaron de mi cabeza y mi atención se centró en la conversación con Marta, que era una chica muy alegre y agradable, y por ahora vivía sola, como yo, que también vivía solo y así se lo hice saber, y también que entiendo algo de páginas web y le podría ayudar si tenía alguna duda, y qué buen tiempo está haciendo ya, que apetece salir por las noches a cenar o a tomar algo...

…………………………


¡Me falta algo! ¡Seguro que me falta algo! Dos semanas desde aquel encuentro y Marta va a venir a cenar a mi casa. ¡Qué maja y que agradable es! A ver… dijo que le gustaba el vino blanco... tengo el vino… también el chocolate... tengo el chocolate. Dicen que es afrodisíaco. La cena ya está; el marisco... ¿No dicen que es afrodisíaco? La ensalada de arroz, el pescado... tengo cava para el postre... ¡Las copas! Faltan las copas de agua. Igual quiere agua... Y lo de las velas, no sé yo si... y la música... yo creo que... ¡Vaya! ¡El teléfono! Y Marta a punto de llegar...
—¿Sí? ¿Quién es?... ¡Hombre mamá! ¿Estáis bien?... Ah, ya... Bueno, y entonces... ¡Pero qué dices! ¡El peluquero del barrio!... ¡Asesinado!... ¿Cómo que como los otros?... Los del periódico... ¡Con una tijeras en el pecho! Me voy a sentar. Y se sabe algo, quién... Ah, sí, el experto... que ya no tiene por que ser un hombre... la posición de la puñalada... ya, la policía... ¡Vaya experto!... Pues sí... pobre hombre... y su mujer, sí... ya, son ya mayores... No, no creo que te pregunten... Oye, ¿estáis asustados?... No, ya... Como no salís de noche... ¡Bueno! A ver si la próxima... Sí, os llamaré... vale… bueno, un beso... y a Papá... sí. Hasta luego.
¡Qué fuerte! El peluquero del barrio... y Marta a punto de llegar. Y yo pensando que ese tío era un asesino. Soy un miserable... Inventándome toda una movida extraña porque el tío me mira... Debería dedicarme a escribir. ¡Qué imaginación! ¡Joé! No me lo puedo creer. Y ahora el asesino puede ser cualquiera... bueno, como antes. Y Marta a punto de llegar. Tengo que tranquilizarme. ¡Qué fuerte!... ¡Ah, las copas de agua! Sí, en la vitrina... y la música, claro, que luego... ¡El timbre!... ¡Ya está aquí!... Sí Marta, sube. ¡Qué bien!
—¡Hola! (Un besito) —Hola, ¿qué tal? —Muy bien! —Contesta ella alegremente. —Y tú, ¿qué tal? Se te ve un poco pálido. —Sí, es que me han dado una noticia... Pero no importa... sólo ha sido la sorpresa. Estoy bien. —¿En serio? —se preocupa por mí. ¡Qué maja es! —Sí, sí... ¿Tienes hambre? —Ella sonríe. —Sí, un poco.
Vale, vamos a cenar.

Duke Ellington suena lánguidamente desde la sala. Al final me he atrevido a encender las velas y a ella no le ha parecido mal. Este blanco está realmente bueno. La noche promete...
Ah, te he traído algo —dice ella— te parecerá una tontería... ya sabes que trabajo en una distribuidora de ferretería. Pues de vez en cuando nos dan algún artículo. Incluso a las de las oficinas. Tengo la casa llena de cuchillos y tijeras. Toma, son buenas... yo es que tengo un montón. Las voy colocando por ahí.

1 comentario:

Necio Hutopo dijo...

"para deleitar a ese acérrimo que aún me lee"...

Seré yo? Seré yo?