sábado, 13 de octubre de 2007

Tres años llamando a la radio.

Apoteosis triunfal (Cuarta parte)


¿Cómo es Lieja? Lieja es vieja. Al salir del aeropuerto, según avanzábamos en autobús hacia la ciudad, nos íbamos internando entre edificios de ladrillo oscuro y enmohecido que amenazaban con derrumbarse. Una señora que hacía de guía se empeñaba en contarnos historias sobre la dinastía real Valona, como si a alguno pudiera interesarle, y de cuando en cuando algunas voces se alzaban manifestando sus ganas de llegar y echar un trago.

Paramos al lado del palacio episcopal, que era el único edificio que merecía la pena en un kilómetro a la redonda, y descendimos animados por la posibilidad de estirar las piernas. Ante nosotros se extendía una amplia plaza, colmada de casetas de madera, que albergaba un mercado navideño. Nos aleccionaron sobre la hora de tomar de nuevo el autobús para ir al estadio y nos propusieron un pequeño tour turístico por la ciudad pero, como comprobamos que la guía sería la señora de las dinastías, nos fuimos dispersando entre las casetas y le dimos esquinazo. A nuestro alrededor nos tentaban con vino blanco, ostras y salchichas de todos los tamaños –predominando las enormes- y mecidos por estos olores nos fuimos internando en el corazón de la villa. Victor me prestó una bufanda rojiblanca, pues llevaba una extra, y ya vestidos para la ocasión, nos dispusimos a asaltar las cervecerías. Lo que más me sorprendía al entrar en los locales es que ya estaban llenos de seguidores del Athletic, como si hubiesen esprintado para coger sitio. También me sorprendió el dominio de los idiomas que acreditaban. Pedían su consumición en perfecto bilbaíno, y eran atendidos como un parroquiano más. La cerveza corría, las jarras se alzaban, las voces también y los camareros no daban a basto. Y cuando salías a la calle podías observar escenas surrealistas como unos “Ttuntturros” de Zubieta haciendo sonar sus cencerros mientras marchaban por una callejuela de Lieja. Si aquello empezaba así, prometía convertirse en una aventura extraordinaria.

Rondando la una y media alguien advirtió que en esas latitudes se comía temprano, y nosotros aún estábamos con el almuerzo del avión, así que decidimos buscar un restaurante. En el transcurso de la búsqueda Jagoba se encontró con un amigo, un locutor de deportes de una emisora vizcaína, y nos lo llevamos a comer con nosotros.

Como suele ocurrir en el desplazamiento a una ciudad lejana, son muchas las desconocidas delicias gastronómicas que tientan al viajero, y nosotros, ante aquella apabullante oferta, optamos por elegir con sensatez: Nos metimos en una pizzería. Pero ¡ojo!, no era una de esas detestables franquicias multinacionales; era un coqueto ristorante pizzería regentado por una auténtica italiana. Desgraciadamente había asimilado muy bien las costumbres belgas pues no ocultó su desaprobación al vernos entrar ¡tan tarde!, Y nos dio mesa a regañadientes. Pedimos ensaladas, cada uno eligió una pizza, y cuando yo le solicité una llamada “Cristóforo Colombo” (Cristóbal Colon), ella apuntó socarronamente: -¡Qui era italiano, non españolo! Y se marchó sonriendo hacia la cocina. La sangre italiana todavía hervía en sus venas. Empezó a caerme bien la señora.

La pizza Cristóforo tenía un huevo en medio (el huevo de Colón) detalle que a mí me hizo mucha gracia, y comimos, bebimos vino y charlamos animadamente. Gracias a estos tres excepcionales contertulios mi cultura deportiva y periodística se amplió considerablemente y pude conocer esas anécdotas y detalles internos del oficio, que luego son de tanta utilidad a la hora de escribir historias.

Al terminar, a mis compañeros les salió la vena bilbaína, y se empeñaron en tomar unas copas antes de marcharse. La dueña ya había echado el cierre, y los cocineros y camareros estaban comiendo en una mesa cerca de la cocina. Una camarera se acercó a regañadientes al observar nuestros gestos y, no sé si no entendía o se lo hacía, el caso es que se marchó y en su lugar regresó la socarrona italiana. Después de algunos improperios por ambas partes, la señora, que tenía mucho mundo, accedió a traernos unas copitas de “Grappa” junto con la cuenta, suponiendo que así nos marcharíamos tranquilos. Acertó de pleno, nos las echamos al coleto, pagamos y nos marchamos sin cantar, ya que no se lo merecían.

Cuando salíamos nos cruzamos con un grupito de rojiblancos y no pude evitar reírme cuando les escuché comentar: - Bueno, habrá que buscar un sitio para comer. ¡Inoxentes! ¡ A esas horas se merendaba en Lieja!

Aún nos quedaban por visitar las chocolaterías y un buen montón de cervecerías así que nos internamos por las callejuelas charlando animadamente.

Fueron muchas y variadas las aventuras que corrimos entre cervezas y bombones belgas –tengo fotos que lo prueban- pero no se diferenciarían mucho de cualquier otra correría de cuatro hombres sueltos por una ciudad extraña, así que os ahorraré su lectura. Sea como fuere, con mayor o menor verticalidad, nos juntamos con otro centenar de socios para coger los autobuses que nos llevarían al estadio. La perspectiva del partido espabilaba a más de uno, y se volvían a escuchar comentarios futbolísticos. El recorrido hacia el estadio nos descubrió una Lieja desconocida –la de los barrios de las afueras- que en su visión nocturna, pues ya hacía rato que había anochecido, se percibía más decadente aún que la que conocíamos.

El entorno del estadio era un hervidero de seguidores de ambos equipos y el despliegue policial era impresionante, incluyendo caballería. En la entrada nos cachearon y pasaron detectores de metales, pero no se percibía hostilidad en el ambiente. Cuando subimos a la grada y miramos hacia el otro fondo, descubrimos que los “ultras” locales llevaban ya mucho rato colocados en su sitio –colocados en varios sentidos- y habían convertido su graderío en lo que denominaban “Standard Infernó”, como rezaban sus enormes pancartas y rubricaban sus bengalas. Cantaban himnos de guerra mientras su equipo calentaba en el césped.

Ocupamos nuestras localidades situadas en lo alto del graderío, bajo la visera protectora del estadio, y yo me entretuve observando los movimientos de calentamiento del Standard. Al cabo de media hora deduje que aquellos tipos no iban a ganar pues saldrían al campo agotados... En media hora yo caliento, juego un partido y, si se tercia, me ducho. Como los jugadores seguían calentando metódicamente, nos fuimos a tomar una cerveza “sin”, y en el bar conocí a algunos pintorescos hinchas, entre los que se encontraba uno con un arnés sobre los hombros que posibilitaba que dos leones rodeasen su cabeza, pintada a modo de balón. Otros muchos, sin artefactos sobre su cuerpo, sorprendían sin embargo por su conversación, una mezcla de fútbol y socarronería.

2 comentarios:

Maripuchi dijo...

Después de la chapa del otro día, con lo malita que yo estaba, lo que me costó dar con un tema gracioso y la p.... rima ..., lo cutre que me salió... no has hecho ni mención. Me parece mal.


;-)

Anónimo dijo...

¡Ay,Maripuchi! Tienes que disculparme. Aprecié mucho tu esfuerzo. Especialmente porque no pedía tanto. Sólo que inventáseis dos frasecitas como las de Loquillo. Luego me lié y no te respondí.
Tu has sido la única que se ha atrevido, luego eres la única y la mejor.
Espero que ya estés restablecida.
Un abrazo.