domingo, 24 de noviembre de 2013

El peor empleado del mundo.

      Seguramente porque no seguí una línea de formación clara de chaval, siempre he realizado trabajos de lo más variado, y en un montón de campos profesionales, bordeando la legalidad en algunos, y rozando el intrusismo en otros.
Se da la paradoja de que el más original hasta la fecha, lo hice dentro de la legalidad y en un campo para el que tengo titulación, aunque observado desde fuera era bastante difícil de percibir: Acompañaba a un anciano con demencia por las calles de su ciudad.
      Le esperaba por las tardes en un lugar determinado, él descendía del autobús de un centro de día, yo le saludaba, y comenzaba nuestro periplo.
Caminaba con facilidad para su edad y no tenía ninguna dolencia especial, salvo esa demencia que le estaba haciendo perder la memoria, la orientación... algo similar al mal de Alzheimer. En principio el trabajo no parecía demasiado complicado.
Los primeros días, con la presencia de algún familiar que le recordaba quién era ese extraño y qué hacía cerca de él, la novedad y la levedad inicial de su trastorno, la cosa resultaba bastante tranquila.
Teóricamente debería disfrutar de su vida de jubilado: pasear por su ciudad, merendar en alguna cafetería, visitar a sus familiares, hacer algún recado sencillo... pero su cerebro no se lo permitía. Sus recuerdos más cercanos se borraban día a día, hora a hora, y solo se mantenían los más lejanos, y en especial los relacionados con su trabajo en la construcción, no en vano había sido propietario de una empresa del gremio.
     Al cabo de unas semanas, aunque yo me esforzaba en recordarle todos los días que mi tarea era la de acompañarle como "cuidador" acabó adoptándome como a un trabajador de su empresa, una especie de encargado que le acompañaba a las obras que debíamos visitar. Algunos días bajaba de la furgoneta enfadado con los ancianos que le acompañaban, refunfuñando contra su ineptitud, pues también los consideraba sus obreros, y me contaba alterado, que no hacían bien su trabajo. Yo trataba de calmarle alejándole de allí, distrayéndole con alguna conversación banal sobre las noticias del día o sobre asuntos que sabía que le gustaban, pero invariablemente siempre acababa pidiéndome que me dejase de cháchara y le acompañase a la obra.
     Si entrábamos en una cafetería, era para salir zumbando hacia algún trabajo. Si le acompañaba a algún comercio, preguntaba a los dependientes por "la reforma", o repasaba las baldosas y los marcos buscando imperfecciones, y mis esfuerzos por convencerle de que yo era su cuidador resultaban inútiles, y le provocaban una enorme dosis de ansiedad y confusión.
Llegados a este punto decidí cambiar de estrategia: le seguiría la corriente y me convertiría en su obrero. Incluso me hice con una cinta métrica y una libreta.
     Un rato antes de que llegase planeaba un itinerario de obras ficticias, y recorríamos lugares tranquilos tomando medidas y apuntándolas en la libreta, repasando en algún edificio el acabado del trabajo, o comprobando el inventario en una de esas aceras repletas de materiales de construcción que siempre encontramos en cualquier gran ciudad. Pero, como cualquier mentira que se prolonga en el tiempo, al final el engaño dejó de funcionar.
Aunque prácticamente carecía de memoria, conservaba una especie de astucia animal, y comenzó a recelar de mí y de la calidad de nuestro trabajo. Se daba cuenta de que no acabábamos ninguna faena, de que nunca coincidíamos con los obreros, y también le resultaba insólito que dejásemos su vehículo, pues estaba convencido de que la furgoneta geriátrica era el transporte de su trabajo, sin bajar materiales ni herramientas, y nos encaminásemos a pie y cuerpo gentil a una nueva obra.
A menudo, al terminar la jornada, solía comentarme frases del tipo: " No creas que no me doy cuenta de que me llevas de aquí para allá sin hacer nada" o "Te gustan más los bares que andar en la faena"
Poco a poco me fui convirtiendo en su peor hombre de confianza. El jefe de obra más gandul que había tenido. Y sin embargo yo era su único anclaje a este mundo durante aquellas 4 horas, de modo que si se enfadaba conmigo, como muchas veces sucedió, incluso violentamente, daba media vuelta y se largaba refunfuñando, yo le seguía de cerca sin agobiarle, y siempre acababa girándose y pidiéndome que le llevase al siguiente trabajo. Y la cosa volvía a comenzar.
     Como podéis imaginar una situación así no puede prolongarse indefinidamente: al cabo de un año su deterioro mental hizo que resultase prácticamente imposible pasear con él por la calle, tomaba la dosis máxima de tranquilizantes que podía tolerar, la situación en su casa tampoco era más fácil, y fue necesario internarlo en una institución.
Así acabó el trabajo más insólito y estresante que he realizado en mi vida donde, a pesar de mis esfuerzos y de que cumplí perfectamente mi cometido, era considerado por mi jefe como el peor empleado que jamás tuvo.

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