Donde terminaba la ciudad había una barandilla y más abajo la playa y el mar.
La playa era un continuo de gordas embutidas en flores y niños gritones rebozados en arena. Yo odiaba la arena pegada a mi piel...
Bajábamos por una rampa de adoquines que olía a pies, nos quitábamos las zapatillas y buscábamos un hueco entre la gente. La arena servía para hacer castillos y eso estaba bien, pero cubría las toallas y se colaba bajo las uñas, y eso era odioso.
El agua siempre estaba demasiado fría, demasiado salada y demasiado profunda.
Sin previo aviso el mar se inflamaba, subía con la marea y se comía la playa. Gordas, criaturas y jubilados se arrastraban rampa arriba maldiciendo.
Aquel mar me parecía tan enorme como inútil. Entonces no sabía que era nuestra madre. El señor del planeta; el llanto de la historia. Ni lo imaginaba preñado de peces, colmado de joyas y lleno de esqueletos.
Sí, es la playa de la Concha, en Donostia, porque en Argentina es de mal gusto
2 comentarios:
Pues a mi ir al mar, la verdad, no me gusta demasiado todavía... Porque la arena se mete en orificios de micuerpo que no conozco hasta que se llenas de arena y la sal se queda en el cuerpo por mucho que te duches constantemente
Oh, las arenas metidas hasta el caracú y el olor a pies. Qué tiempos aquellos.
beso,
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